Las protestas que estallaron el 19 de marzo de 2025 en Turquía se atribuyen a la detención ilegal de Ekrem İmamoğlu, el alcalde electo de Estambul y próximo candidato presidencial de la oposición. El modo en que los medios de comunicación lo presentan pone de relieve un intento premeditado de dividir el país en bandos políticos, presentando las protestas como un levantamiento radical de izquierdas. Pero lo que diferencia a las protestas del 19 de marzo de las anteriores -sobre todo de las protestas del parque Gezi de 2013- es que esta vez están uniendo a la gente, no dividiéndola aún más.
Turquía está experimentando un declive intelectual sin precedentes en su historia. No en cuanto a las tasas de alfabetización, sino en algo más profundo y peligroso. Ya no se persigue el conocimiento. Escuchamos algo en las redes sociales, en la televisión o en las noticias, y lo aceptamos sin cuestionarlo. Lo aceptamos aunque se contradiga a sí mismo o se contradiga con la verdad de ayer. No hay verificación ni investigación. Desarrollamos una especie de pereza intelectual: queremos que nos den de comer, no buscar comida. Esto está privando a nuestra sociedad de su humanidad. Está desapareciendo nuestro instinto de cuestionar, de desafiar, de pensar críticamente. Ya no queremos aprender. Sólo queremos saber. En muchos sentidos, la Türkiye de hoy es una encarnación de la ley de la inercia de Newton: Nos resistimos al cambio. Nos hemos vuelto demasiado cómodos en nuestro sufrimiento. La idea de sacrificar esa comodidad es algo que nos aterroriza más que el propio sufrimiento.
Se está vendiendo todo aquello por lo que lucharon y murieron nuestros antepasados, sin ni siquiera la pretensión de compensar a los legítimos dueños de esta historia: el pueblo. Si quisiéramos, podríamos cambiar de rumbo, pero el cambio no es fácil. Exige incomodidad. Exige sacrificios.
El gobierno conoce las mejores maneras de explotar nuestra codicia de respuestas rápidas a todos nuestros problemas sin el menor esfuerzo. Después de dos décadas en el poder, ya han perfeccionado sus métodos. Sus armas favoritas son la expropiación de la religión y el miedo.
Los gobiernos autoritarios controlan a la multitud con el miedo. El miedo nos ha mantenido bajo control durante años. Miedo a perder nuestro futuro, a no poder conseguir un trabajo para mantener a nuestras familias, miedo a caminar libremente por las calles de nuestro propio país. Pero ahora, ese miedo se ha convertido en nuestro día a día, y la fachada está empezando a quebrarse. La Gen-Z es una generación nacida en este miedo, nunca ha habido una vida sin él. El desempleo se dispara, el mercado laboral es escaso y extremadamente parcial, los trabajos con salario mínimo que ni siquiera cubren el alquiler no ofrecen más que las peores condiciones laborales para sus empleados. En cuanto a la seguridad de nuestras mujeres en la calle, ¿ésta ha existido alguna vez? Estamos convencidos de que las cosas no pueden ir mucho peor. Cuando el futuro no existe, la gente se atreve a arriesgar el presente. No debería sorprendernos, por tanto, que las organizaciones estudiantiles estén en primera línea de la lucha por la justicia y la reforma – como lo han estado a lo largo de la historia. La educación es a menudo la primera víctima cuando surge el fascismo. Estos gobiernos buscan controlar al máximo el conocimiento, su mayor amenaza. No temen declarar a los estudiantes—los niños—enemigos del Estado.
Pero eso es exactamente lo que son: niños. Pese a los incesantes esfuerzos del gobierno por apartarlos de la sociedad, son nuestros compañeros de clase, nuestros futuros colegas, los hijos e hijas de nuestros vecinos. Y están siendo detenidos ilegalmente, silenciados y maltratados por las fuerzas gubernamentales simplemente por exigir un futuro mejor, por hacer uso de sus derechos. El acoso, la tortura, la denegación deliberada de medicamentos vitales… todo está ocurriendo a la vista de todos. Se está asesinando sistemáticamente a toda una generación, privada de un futuro al que aspirar, a manos de un gobierno que no parece aceptar el desacuerdo con su moral malcriada.
Una de mis lecturas más recientes es Human Acts, de Han Kang. El libro aporta una descripción inquietante, cruda y verdadera de las revueltas estudiantiles en Gwangju, Corea del Sur, en mayo de 1980. Quien tenga tiempo, debería leerlo. Y si les parece muy familiar—si les toca demasiado de cerca—tal vez sea porque nuestras realidades no son tan diferentes. A lo mejor los signos del fascismo, el autoritarismo y la dictadura son universales, y a lo mejor hemos estado demasiado alegremente ciegos hasta que empezó a ser demasiado tarde.