Miembro cofundador del Seminari Ítaca d’Educació Crítica y del Sindicato USTEC de Cataluña
Que exista un artículo dedicado al derecho a la educación (el 26) en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) no responde a ninguna casualidad o capricho. Y no lo es, especialmente si prestamos atención al detalle de la fecha: 1945, cuando el mundo se salva, por los pelos, del fascismo y se conjura para poder librarse de sus fantasmas que revolotean entre las humeantes ruinas de Europa. De hecho, la DUDH es la clave de bóveda de lo que Ken Loach denominó como el “espíritu del 45”, el deseo profundo de resurgir de las cenizas para reconstruir un mundo mejor. Y derechos como la vivienda, la seguridad social, la salud, y por supuesto la educación resultaban los ingredientes imprescindibles para conseguirlo.
En cierta manera, la DUDH no deja de representar la revisión y mejora de los ideales ilustrados, de la Declaración de Independencia norteamericana de 1776 y de la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa de 1789. Se trataba de un intento de acabar con sociedades estamentales, de romper con un pasado en el que las desigualdades de cuna y sangre cimentaban el orden social. Se trataba de un intento por el cual el individuo fuera libre y no condicionado por su origen. Aun así, las contradicciones eran evidentes: la esclavitud seguía siendo legal, el género y la etnia determinaban el destino de las personas, y las diferencias de clase no dejaban de ejercer como un sucedáneo de la antigua sociedad estamental. La igualdad, esa aspiración decimonónica, era más teórica que real, y por tanto, resultaba imprescindible dotarse de mecanismos para conseguir oportunidades para todos.
Es evidente que la educación resultaba la pieza fundamental para materializar los sueños ilustrados. Era lo que permitía ofrecer oportunidades de todo tipo, especialmente respecto al desarrollo de facultades individuales y códigos compartidos que borraban fronteras culturales entre clases. La DUDH representó, gracias a su artículo 26, un verdadero salto adelante a la humanidad que permitió una verdadera convergencia social. Las diferencias sociales se fueron atenuando durante lo que en Francia se denominó los “treinta gloriosos”, es decir, el período comprendido entre el fi nal de la segunda guerra mundial y la crisis económica de mediados de los años setenta. La extensión y desarrollo de la escolarización universal y obligatoria, no solamente sirvió para atenuar diferencias abismales de origen, sino para que cada persona pudiera explotar sus potencialidades personales y cada sociedad pudiera benefi ciarse colectivamente de la suma de talento y esfuerzo.
Desde la perspectiva actual, aquellas décadas parecen hoy un breve paréntesis en una dinámica histórica deprimente. Aunque los sistemas educativos permanezcan, con sus currículums establecidos, sus ocho, diez, doce años de escolarización obligatoria, ciertos niveles de gasto público, la educación ha ido perdiendo lentamente su función de derecho humano, de espacio de convergencia social, de elevación cultural, para ser otras cosas. Ciertamente, a menudo hemos sido ingenuos sobre las posibilidades de progreso que ofrecía la escuela, sin tener siempre en cuenta que no deja de formar parte de un conjunto de instituciones con las que cuentan las sociedades. Y, tristemente, constatamos que, aun siendo la escuela imprescindible, no es sufi ciente para conseguir el objetivo de organizar una sociedad justa y cohesionada.
A partir de la década de los setenta (especialmente en América Latina y África) y muy especialmente de los ochenta y noventa (en occidente), se produce un giro neoliberal que aborta el proceso de convergencia social. Las desregulaciones económicas a partir del conjunto de políticas establecidas en el consenso de Washington (1989) se han traducido en un crecimiento exponencial de las desigualdades. En el caso del estado español, y de acuerdo con el coefi ciente de Gini, se ha pasado de 0.320 en 1990 a 0.362 en 2014. En países como Estados Unidos, que han experimentado con mayor intensidad políticas neoliberales el índice ha experimentado un deterioro más intenso (0.346 en 1979 a 0.414 en 2015). Sin embargo, este método estadístico, que registra la dispersión de la renta, es limitado para poder comprender la dimensión de la tragedia. Las políticas de las últimas décadas se han dedicado especialmente a desregular las economías, a desinvertir en la educación pública, a disolver las clases medias, a acabar con la estabilidad laboral o a implementar una política de privatizaciones que tienen como objetivo, aparte del enriquecimiento privado, la degradación creciente de los servicios públicos.
Esto se ha traducido, en el ámbito educativo, en la desnaturalización de la institución escolar. De ser un espacio de convergencia social y educativa, de potenciar un nivel cultural general y al alza de las sociedades, la escuela está siendo sometida a un tipo de políticas que pervierten su razón de ser de acuerdo con el pacto social de la DUDH. En la actualidad la mayoría de sistemas educativos está mutando en un sentido involutivo. Por una parte, se va expulsando de los currículums ofi ciales todos aquellos contenidos vinculados a la cultura humanística, la que permite al individuo dotarse de mecanismos de comprensión, participación y transformación de la sociedad en la que vive. Por otra, escuelas e institutos van siendo colonizado por el poder económico con el ánimo de adiestramiento para ejercer como trabajadores solícitos y disciplinados que puedan obedecer a sus empresarios. Aún más; en una economía fundamentada en la precariedad generalizada, en la inestabilidad inducida, se van ofreciendo algunas dosis de “educación emocional” que podría considerarse como una verdadera pedagogía de la resignación, para entrenar a cada individuo a aguantar la frustración cuando el sistema económico prescinda de sus servicios.
Sin embargo, y sin duda lo más signifi cativo de este conjunto de políticas, asistimos a un verdadero proceso de segregación educativa. Una segregación coincidente con las desigualdades cada vez mayores que buscan precisamente lo contrario de 1945, la antítesis de la DUDH y el conjunto de las aspiraciones ilustradas: consolidar y expandir las desigualdades sociales. Más allá de una clasifi cación clásica de clases, estamos viviendo una era en la que existe un centro y una periferia. Se trata de lo que Ulrich Beck denomina como “brasileñización de occidente”, en el sentido que élites cada vez más reducidas se aíslan en espacios protegidos, mientras que la mayoría social se ve alejada de los centros de poder en favelas globales de precariedad, pobreza y ausencia de perspectivas. La segregación escolar sirve precisamente para consolidar esta creciente y peligrosa polarización social. Unas escuelas (normalmente privadas, exclusivas y excluyentes), de calidad, con conocimientos humanísticos que permitan reproducir socialmente unas élites destinadas a pensar y a dirigir, en contraposición a sistemas escolares públicos, degradados, subfi nanciados, con pedagogías defi cientes, carencias culturales que sirvan para formar generaciones de individuos incapaces de pensar críticamente, y por tanto, destinados a obdedecer y resignarse.
La educación es un derecho humano. Pero no olvidemos que el principal derecho humano es a la igualdad, a la convergencia social, a poder vivir en espacios estables y protegidos, a evitar el regreso a un mundo en el que la cuna, la sangre o la educación ofrezcan derechos y deberes asimétricos. El derecho a la educación debería redefi nirse en este sentido.