Prof. Xavier Diez
Unió Sindical dels Treballadors d’Ensenyament de Catalunya – USTEC·STEs (IAC)
A menudo olvidamos cómo surge la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) y el sistema de Naciones Unidas. Como soy historiador, mi responsabilidad consiste en recordarlo. Tras la segunda guerra mundial, ante el cruel drama experimentado por la mayoría de los países, se consideró necesario actualizar el fracasado sistema de la Sociedad de Naciones. Y ahí aparece Eleonor Roosevelt, la viuda del presidente de los Estados Unidos quien, pocas semanas después del fallecimiento de su marido, fue designada como delegada de la Asamblea General de las Naciones Unidas, y pocos meses después, presidenta del Comité de Derechos Humanos que será la encargada de redactar la DUDH, presentada finalmente el 10 de diciembre de 1948. A Eleonor, con su profundo sentido del humanitarismo se le atribuye buena parte de la maternidad de los principios, valores y arquitectura del sistema de Naciones Unidas.
Más allá de esta pequeña información enciclopédica, valdría la pena detenerse en algunos detalles. No solamente la DUDH viene motivada como respuesta al trauma de la segunda guerra mundial, el holocausto, los terribles crímenes contra la humanidad de un período oscuro que incluiría el período, iniciado en 1914 cuando el supuestamente mundo civilizado decidió iniciar una especie de “Guerra de 30 años” a base de conflictos armados, genocidios y totalitarismos, sino también el derrumbe de la economía que, a partir de 1929 dejó a la mayoría de la población mundial en una situación de crisis económica y caos humanitaria. El recuerdo de la miseria, y cómo ésta alimentó el resentimiento traducido en la eclosión de los totalitarismos, implicaba que era necesario romper con esta dinámica y entrar en una nueva era de paz y prosperidad universales. También, por supuesto, existía la cuestión de la descolonización –de hecho, los años posteriores a la DUDH vivieron complejos, y a menudo violentos, procesos de independencia y emancipación colonial, especialmente en África y Asia.
¿Cómo garantizar paz, prosperidad y justicia social? La educación parecía el instrumento más directo. Es por ello que ésta ocupa un espacio relevante en la Declaración. Los hombres y mujeres que decidieron entrar en una gobernanza global, imbuidos del espíritu progresista del New Deal creían que la mejor manera de crear unas verdaderas Naciones Unidas en un estado de convergencia económica y harmonía social era mediante la educación de las jóvenes generaciones. En este sentido, este capítulo expresa la confianza en el progreso de la sociedad gracias a la educación, idea compartida por las diversas escuelas socialistas y republicanas de los siglos XIX y XX. Es por ello que la educación es un derecho individual, pero, sobre todo, colectivo, nacional y mundial. Debía servir para mejorar la con4dición personal, aunque también para hacer posible el anhelado desarrollo económico de las naciones –especialmente las surgidas a partir de 1948– y crear un mundo mucho más igualitario y, por tanto, pacífico.
Esta primera fase de optimismo duró más bien poco. Los conflictos derivados de la descolonización y la Guerra Fría incumplieron las esperanzas de los redactores de la Declaración. Aunque la mayoría de las antiguas colonias consiguieron su independencia, a menudo esta resultó ser nominal, puesto que las relaciones desiguales de dependencia persistieron. Además, las políticas públicas de bienestar fueron debilitándose a medida que el bloque comunista fue mostrando su debilidad. Muchas nuevas naciones experimentaron dificultades extremas para cumplir las promesas de desarrollo. Lo peor estaba por llegar. A partir de la década de 1970, una parte de las instituciones de Naciones Unidas viraron hacia concepciones neoliberales. La OCDE, entidad heredera de la agencia gubernamental dedicada a administrar el conocido como Plan Marshall, pronto se convirtió en un lobby de las principales empresas multinacionales que presionaban a los países a quienes prestaba ayuda a tomar decisiones contrarias a sus intereses. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial empezaron a presionar a quienes prestaban divisas a recortar gasto público y abrir su economía a una liberalización que les perjudicaba. Uno de los ámbitos más perjudicados fue el educativo. Muchas naciones fueron obligadas a privatizar su sistema público, a recortar sus fondos, a dejar de pagar a sus maestros, a cerrar escuelas. Cuando los países se resistían, desde la Secretaría de Estado de los Estados Unidos se propiciaron golpes militares, como los que se produjeron en Chile (1973) o Argentina (1976) que se tradujeron, especialmente en el primer caso, en la privatización total de su sistema educativo, como explica Naomi Klein en su libro La Doctrina del Shock. En resumen, las últimas tres décadas del siglo XX fueron para las sociedades de lo que se denominaba “en vías de desarrollo”, catastróficas. Las nuevas políticas educativas consistieron básicamente en desfuncionarizar a los maestros (haciendo de su profesión una actividad cada vez más precaria, peor pagada y desprestigiada), desregular los currículums, descentralizar el sistema, otorgar autonomía económica y pedagógica de centros e iniciar un sistema de segregación educativa que continúa y que rompe ante el sentido primigenio de hacer de la escuela un espacio de igualdad de oportunidades. Por supuesto, existen diferencias importantes entre realidades diversas. Algunos países asiáticos, que consiguieron elevados niveles de desarrollo industrial y crecimiento económico, lograron conseguir ciertos niveles de independencia política y mejorando sus sistemas educativos. Mientras tanto, y en términos generales, regiones como Latinoamérica y África, perjudicadas por las desigualdades económicas propiciadas por la globalización, no han conseguido lograr sistemas suficientemente maduros y eficaces para propiciar mayor bienestar.
Y llegamos a una actualidad marcada por lo que Karl Schawb ha denominado como “Cuarta Revolución Industrial”, caracterizada por el internet de las cosas, la digitalización intensiva y la inteligencia artificial. Si bien todas estas innovaciones resultan fascinantes, también tienen como contrapartida grandes incertidumbres sobre el futuro del trabajo y aseguran una concentración de poder y riqueza en unas minorías y, por tanto, grandes y nuevas desigualdades, quizá con la diferencia que afectará especialmente al mundo desarrollado. Es precisamente esta nueva agenda económica la que marca diversos cambios educativos. Lo estamos viendo a partir de la digitalización educativa, con el uso creciente de dispositivos electrónicos, con la creciente tentación de la educación a distancia (y hemos tenido la reciente experiencia de la pandemia, con resultados más bien catastróficos), pero también mediante lo que denominan innovación educativa marcada por un enfoque competencial. Esto significa, a la práctica, rebajar los niveles curriculares, orientar la acción educativa hacia las necesidades cambiantes de un mercado de trabajo cada vez más precario y estrecho, y un gran esfuerzo –en un sentido de ingeniería social– para que el alumno se convierta en un individuo flexible, adaptable a las mutaciones de la economía, con escasas capacidades críticas, individualista y con una gran capacidad de resignación (maquillada bajo el término “resiliscencia”. Por ello, elementos esenciales como las humanidades o las ciencias puras parecen una especie en vías de extinción en las escuelas e institutos. Pero también observamos una creciente autonomía de centros, tanto de gestión como curricular, que nos conduce a una escuela segregada, en la que se clasifica al alumnado en clases sociales y que podría hacernos regresar a una estructura social de carácter estamental, como la que experimentó occidente antes de la Revolución Francesa.
Y es aquí, especialmente entre los países desarrollados que asistimos a varios fenómenos coincidentes. En primer lugar, y como compromiso de la Unión Europea, para conseguir el objetivo de tener el 90% del alumnado entre 16-18 años matriculados en estudios postobligatorios, se ha incrementado la tasa de graduación, de manera que hemos pasado de disponer de porcentajes de fracaso escolar preocupantes a una promoción (casi) universal. Y esto último es compatible con el hecho de que se registra una caída de los niveles educativos de los alumnos a partir del año 2000. Éste es un proceso todavía por analizar y adivinar sus causas, aunque las percepciones es que la digitalización tiene una elevada porción de responsabilidad. Aunque probablemente la progresiva pérdida de las humanidades en el currículum escolar, así como enfoques de innovación educativa no contrastados que implica una creciente falta de atención por parte de los alumnos tengan bastante que ver. En todo caso, es evidente que las políticas educativas globales, muy marcadas por los Objetivos de Desarrollo Sostenible (también conocidas como Agenda 2030) probablemente tengan éxito en las estadísticas, aunque efectos negativos respecto a las esperanzas de los hombres y mujeres que redactaron, discutieron y aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos y su artículo 26.
* Este artículo se publica simultáneamente en los números 10 de PoliTeknik International y PoliTeknik Español.