/¡UN MINUTO! –

¡UN MINUTO! –

Helen Korkmaz
HATAY – ANTAKYA – TURQUÍA

Les voy a hablar, como sugiere el título, de nuestra vida cotidiana que se puso patas arriba en un minuto.

Soy Helen Korkmaz, tengo 23 años y nací en Antakya. Estudié arquitectura en la universidad. Somos tres hermanos. Uno de mis hermanos mayores está casado y tiene tres hijos, el otro está soltero. Vivíamos nueve personas en una casa de tres plantas.

Seguíamos la misma rutina desde hacía años. Mi padre se había jubilado y mi hermano luchaba por mantenerse a sí mismo y a su familia. Mi otro hermano trataba de ordenar su vida, y mi madre era el hogar de todos nosotros.

Yo estaba recién graduada de la universidad, buscaba trabajo y trataba de progresar. Por la situación económica y política de mi país, había decidido completar mis estudios en el extranjero. Ya tenía un trabajo y pretendía consolidarme económicamente y continuar mis estudios en el extranjero sin contar con el apoyo de mi familia. Soñaba con convertirme en una ingeniera exitosa en el campo de la construcción. Yo pensaba así, pero el camino era un poco diferente. Como se sabe, Hatay se encuentra en una zona sísmica de primer grado. Antakya, uno de los más importantes centros de asentamiento de la historia, ha sido destruida y reconstruida muchas veces desde los tiempos antes de Cristo hasta nuestros días. Creíamos que todo esto no era más que el pasado. Hasta el 6 de febrero a las 4.17 horas. Comenzó un ligero temblor, al principio no hice nada, pensando que pasaría pronto. Era como si el suelo estuviera hirviendo, como si fuera a abrirse para tragarnos. Con pánico, intenté correr hacia mi familia. No era posible mantenerse en pie en un temblor tan fuerte. Enseguida caí, y mi madre y mi padre cayeron de la misma manera. Pequeños escombros empezaron a caer sobre nosotros, había mucho polvo, cristales rotos, todo caía sobre nosotros. Por otra parte, estábamos siendo testigos de la caída de las paredes. Fue un momento apocalíptico. El ruido de la casa era como si la estuvieran bombardeando. Después me levanté y me apresuré a abrir la puerta a mis hermanos y sobrinos que vivían en los pisos superiores.

No se podía abrir la puerta por los daños que tenía la casa. Quise dirigirme a la otra puerta, pero era imposible encontrar la llave entre los escombros. Por fin se encontró la llave. Fue como si pasara un siglo hasta que giré la llave y abrí la puerta a duras penas. Estábamos viviendo el apocalipsis, no el terremoto. En el exterior, llovía a cántaros, acompañada de viento y un aire que congelaba…

Nos refugiamos en los coches, cada uno de nosotros con un niño en brazos, acompañados por tres niños pequeños. Llevaban la ropa fina que usaban para dormir cómodamente en sus camas. Los cristales de nuestro coche, que se encontraba bajo el tejado, se habían roto debido a las tejas y los escombros que cayeron, por lo que, utilizamos una funda de nailon para cubrir las ventanas del coche. El coche en el que nos refugiamos tenía poco combustible, así que ni siquiera pudimos calentarnos. Estábamos sentados dentro de los coches e intentábamos darnos cuenta de lo que había pasado. Los temblores seguían y el vehículo temblaba como si fuera a volcar. Si salíamos del coche, estaba demasiado lluvioso, tormentoso y frío para quedarnos fuera ni un minuto, y si nos quedábamos en el coche, el miedo era infinito. En aquel momento, ni la tierra ni el cielo nos pertenecían.

Mientras tanto, intentábamos detener la sangre que corría por la cara de mi padre. Limpié la sangre que no paraba con la ropa que llevaba puesta. Estuve diez días con esa ropa ensangrentada.

Mis tíos, que vivían al lado, aún no habían salido de casa. Empecé a correr hacia su casa gritando. Poco a poco empezaron a salir y nos encontramos en medio de la carretera.

Mi cuñada corría chillando en ese momento, tenía los dedos aplastados y parcialmente amputados al atascarse en la puerta. Mi primo intentaba llevar a su madre al hospital.

Recién empezaba la verdadera tragedia. Se destruyeron hospitales, en los jardines de los hospitales había más muertos que en los cementerios. Habían fallecido muchos médicos, enfermeras, paramédicos y pacientes. Los médicos ni siquiera podían recibir a los pacientes. Mi cuñada fue ingresada en un hospital de una ciudad a 1.500 kilómetros de distancia después de tres días.

No llegaba el amanecer, parecía que nunca saldría el sol. Nos estremecíamos en los vehículos, con niños. No podíamos soportarlo, teníamos que hacer algo. Sin que el suelo dejara de temblar, entramos rápidamente en casa y cogimos mantas y chaquetas. Entretanto, intentamos contactar con nuestros familiares.

Nadie podía contactar con nadie debido a que las conexiones telefónicas estaban interrumpidas. Cuando conseguiconseguimos contactar con alguien, teníamos que colgar con una sola palabra. Empezaron a llegarnos las noticias de muertes. Los vecinos, los parientes, todo el mundo corría de un lado a otro para recibir noticias de los demás. Todos gritaban solicitando ayuda. La mayoría de nuestros familiares esperaban ayuda sin poder hacer nada bajo los escombros.

Lo que más me conmovió fue la noticia de que mi profesora, a la que estaba muy unida y a la que quería mucho, había muerto. La había enviado un mensaje por la mañana para saber si estaba bien. Al principio, no pensé en nada malo, pues creía que no había conexión. Estuve esperando, sin saber que no habría respuesta a ese mensaje nunca más. Tres días después, recibí la noticia de que estaba atrapada bajo los escombros con su esposo y sus dos hijos. Estaba destrozada, lloré durante días viendo ese mensaje. El mes anterior la había visitado y abrazado, sin saber que era la última vez.

Después de aquellas horas que nos parecieron un siglo, el día se fue iluminando poco a poco. Las necesidades empezaron a manifestarse poco a poco.

Agua… No teníamos agua, ya no llegaba agua de los grifos porque los depósitos estaban volcados. Tenía mucha sed, por primera vez en mi vida me hacía falta una gota de agua, súbitamente la vida mostró su verdadero rostro. Quería tomar agua por la manguera del grifo del jardín, pero sólo pude tomar el agua que quedaba en la manguera.

Mi primo se fue corriendo a los mercados y a las gasolineras a comprar agua, y entonces nos dimos cuenta de que no quedaba nada en pie. No podíamos entender nada. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estábamos viviendo? ¿Era todo un sueño? ¿Era todo real? Aunque era difícil plantearse estas cosas, todo era real. Y a todos nos esperaba un proceso difícil.

¿Dónde íbamos a alojarnos? ¿Dónde íbamos a vivir a partir de ahora? Nuestra casa estaba muy dañada, hasta pasar por delante era peligroso. Naturalmente, uno no puede sentirse digno de ser un sin techo.

Teníamos un gran invernadero en nuestro jardín donde cultivábamos verduras y frutas. El invernadero era de 12 metros de largo, 4 de ancho y 3 de alto. Estaba inclinado hacia un lado porque el muro de contención se había derrumbado sobre él, pero seguía siendo habitable. En aquellos días no había nada plantado en el invernadero, sólo había tierra. Pusimos una alfombrilla en el suelo, cogimos una estufa de la casa de mi tío y la montamos. Trajimos las mantas que pudimos salvar de la casa. La comida que pudimos conseguir fue pan, huevos y patatas.

Éramos 20 personas en el invernadero, incluidos miembros de la familia, parientes y amigos. Intentamos encontrar leña y mantas para calentarnos hasta la noche. Para evitar la penetración del agua, llenamos alrededor del invernadero con tierra.

Esa noche todo el mundo estaba confuso. Parecía que todo pasaría al despertarnos por la mañana. Pero no fue así. La mañana del 7 de febrero, cuando nos despertamos, todo seguía igual. Teníamos 6 niños en el invernadero, nuestra prioridad era darles de comer. Hervimos huevos para los niños. También freímos un par de patatas. Corté un huevo por la mitad y le di una mitad a mi madre y la otra a mi padre. Ellos eran también mi prioridad. Encontré un queso en tiras y recuerdo que lo corté en 7 trozos. Mis hermanos, primo, tío, etc. Yo fui la última en comer. No teníamos agua para lavarnos las manos, ropa gruesa que ponernos, pan para comer, etc. en pocas palabras, sólo teníamos la ropa que llevábamos puesta. Carecíamos de todo en aquel momento.

Era el tercer día del terremoto y seguíamos sin ayuda, sin que nadie fuera ni viniera. La primera reacción fue de nosotros mismos. El esfuerzo por ayudar a los atrapados bajo toneladas de peso… la fuerza humana no bastaba. Los cadáveres de nuestros familiares fueron excavados días después, con la fuerza de las manos. A uno de mis primos le cayó una columna sobre la pierna y nadie pudo hacer nada. O se quedaba allí y moría o le amputábamos la pierna. No había otra solución. Porque no había nadie más que nosotros.

Lo único que teníamos era un cuchillo. Y con él tuvimos que cortarle la pierna a mi primo para mantenerla con vida. Fue como experimentar la muerte estando vivo.

La ayuda empezó a llegarnos al cuarto día, y no procedía del Estado. Era gente que venía voluntariamente.

Necesitábamos de todo. El terremoto, el miedo y las pérdidas no pudieron evitar un mal momento que nos hizo necesitar a alguien. Por otra parte, pensar que el pueblo turco era leal entre sí y estaba con nosotros en los malos momentos era un consuelo.

Por si fuera poco, mientras estábamos preocupados por nuestras vidas, también tuvimos que lidiar durante días con hombres armados que venían a robar a las casas demolidas. Todo estaba oscuro y desierto, no quedaba nadie en nuestro barrio, salvo dos o tres familias. Como se derribó el muro del jardín, nuestro invernadero quedó al borde de la carretera. Estábamos viviendo con miedo, con disparos todos los días, robos, hambre, terremotos y temor. Teníamos que proveer nuestra propia seguridad. Si habíamos salido enteros de aquel desastre, teníamos que seguir viviendo de la misma manera, pasara lo que pasara. Luchábamos por la vida. Mi hermano, que se sentaba con su pistola hasta por la mañana, llevaba días sin dormir para protegernos. A veces le acompañaba. En ocasiones, mi hermano se quedaba dormido y yo le despertaba al menor ruido. Mareado de haber despierto recientemente, cogía la pistola y salía. Nadie pudo dormir durante días. Pese a todo, no paraban de producirse terremotos. ¿Qué podía hacer un pueblo en apuros por la vida y la propiedad? ¿Cómo podía seguir viviendo? No había soldados ni policías para protegernos. Tratábamos de protegernos a nosotros mismos.

La puesta de sol significaba problemas, inquietud e insomnio. Después de un tiempo, uno no sabía elegir el motivo de su tristeza. La muerte, los terremotos, los robos, la vida en la calle, la destrucción de la ciudad donde has nacido y crecido, la destrucción de tus recuerdos, saber que nunca más volverás a esos días, llorábamos todos los días, estábamos tristes todos los días, pero era en vano.

Lo único que puede hacer la gente es intentar vivir desesperada. Aunque uno estuviera de pie, el país no lo estaba, aunque uno respirara, el país no podía hacerlo, porque el país olía a cadáver. La primera calle con alumbrado público del mundo, el primer centro comercial del mundo, las primeras iglesias y mezquitas del mundo… Una ciudad cuyas calles huelen a comida y postres famosos. Una ciudad de civilizaciones donde todas las religiones coexisten en unidad y solidaridad. Del terremoto sólo quedaron escombros, cadáveres malolientes, funcionarios, máquinas de trabajo y polvo y humo.

En resumen, vivimos el terremoto no a las 4.17, sino a las 4.18, cuando salimos de la casa destrozada sin nada.